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miércoles, 25 de mayo de 2011

El flagelo de las adicciones - 1 parte -


Lo que ocultan los adolescentes cuando salen

Eran alrededor de las nueve y la llovizna era implacable en Alto Comedero. Los cuatro caminábamos por las calles con lodo. Nos dirigimos rápido al destino que tenían previsto. Al fin, me dijeron: “aquí bajemos”, señalando un conocido y transitado puente vehicular que une dos sectores. Con las manos nos ayudamos para descender dos o tres escalones cubiertos con una malla de alambre.

Si bien estábamos resguardados de la lluvia, no buscaban un refugio para protegerse de las gotas sino de las miradas indiscretas de los demás.

Estos tres adolescentes me habían permitido acompañarlos, aunque con cierto recelo porque no querían que se supiera lo que iban a hacer. Me hicieron prometer que no le contaría a sus familiares, el autoflagelo que cometerían sobre sus cuerpos, aún en proceso de desarrollo y crecimiento.

El primero fue Luis. Saco de entre sus ropas un paquete. Era una caja tetrabrick de vino al que le habían sacado las capas superiores, con un aspecto de bastante uso porque ya no estaba rígida como un cartón rígido sino flexible. Esta abierta en su parte superior como una bolsa, se la puso cubriendo la boca y respiraba con violencia. La bolsa se inflaba hasta su extremo casi reventaba pero luego el aspiraba todo el aire en busca de la euforia que le producía “jalar” (así llaman a esa acción).

Luis, el mayor vive con su madre y seis hermanos, todos de diferentes padres. Durante sus primeros años de vida estuvo sumido en la pobreza y, además, su madre sufre de alcoholismo crónico. A veces se lo veía pidiendo pan en las casas para tomar el mate con sus hermanos. Hoy cuenta con cierta gracia y malevolencia. Salía a “chorear” ropa a la feria o a saltar por los techos y paredes de los vecinos. Parecía que había tenido una niñez dura y dolorosa por su actitud frente a las situaciones cotidianas de la vida.

Ahora, bajo los efectos nocivos de un pegamento tenía visiones, perseguía a puñetazos a un ilusorio individuo diciéndole con palabras apenas entendibles, propio del efecto al cuál se habían sometido: Veni, vení… pelea.. sos un cagón de m…no te corras. También, decía ver a una mujer hermosa a la que intentaba abrazar, utilizando el vocativo “mamita”.

El segundo en tomar aquel “generador de ilusiones eufóricas” fue Guido, con una vida casi similar a Luis. El proviene de un hogar donde sus padres se separaron, durante su niñez. Su madre, antes y después de este matrimonio, tuvo hijos. Económicamente su familia vivía con la venta de pan en la feria o en su casa, lugar donde las personas hacían fila para comprar. Es muy bueno en la práctica deportiva, pero parece importarle poco cuando tiene la “bolsa” en la boca. Inmediatamente, luego de aspirarla parece sentirse contento. Está sentado, pero se mueve como si bailará, tarareando una cumbia, utilizando palabras como “hey, chan chan”. Después de esta primera reacción, empieza a manotear con la mano izquierda sobre su cabeza, como si quisiera espantar un molesto abejorro que lo acosa por la espalda, a lo que más tarde, me diría que veía una pajarito, que cantaba en la nunca y lo aturdía. También, decía ver a la mujer hermosa que Luis había visto y se unían juntos en los piropos y llamadas a la seductora mujer que ellos nada más veían.

Cuando llegó el momento de conocer al tercero, pensé que no debería haber venido. Parecía que se sentía cohibido por mi presencia, temía que se supiera su atroz verdad.

De los tres, el era el más educado. Si bien no vivía con su padre, su madre vivía preocupada por su educación. Salía con el uniforme del colegio religioso pulcro. Su niñez fue diferente, tuvo a sus tíos y abuelos como consejeros. Sin embargo participaba, como si encajara perfectamente en este grupo de jóvenes buscando emociones porque no podían llenar un vacío en su alma.

Raúl inhalaba muy despacio, aunque lo animaban, diciendo: “hasta el fondo”. Después, bajo la cabeza y la cubrió con sus brazos como queriendo ocultar sus demonios y sus dolores, quedándose inmóvil. Luego, me diría: “Yo así nomás reacciono, soy tranqui no me pongo a tontear”.

Esta escena se repitió varias veces durante quince minutos y luego, dijeron “vamos a apurar”. Salieron sobrios. Decían sentirse bien con ánimos de cualquier cosa: “vamos a apurar a alguien, nos agarremos a piñas y no me le cago a nada”, eran las frases más repetidas por las víctimas del pegamento.

Los nombres son ficticios para preservar a los menores.